La Alegoría del Alma – Capítulo 1: Renacimiento

Escrito por Maru

Asesorado por Grainne

Editado por Sharon


El dolor y quemazón de la carne abriéndose, los fuertes golpes que sentí mientras caía, los gritos a mi alrededor, la sangre siendo derramada… Aquello fue el detonante. Miles de imágenes, de recuerdos, de momentos vívidos y sensaciones azotaron mi mente cual huracán, transportándome a un torbellino aterrador que tensó cada fibra de mi ser.

El sufrimiento, la desesperanza, los gritos, la sangre, el hambre, la enfermedad y la muerte; imágenes horripilantes que se sucedieron una tras otra y anegaron mis ojos en lágrimas. Quería gritar, quería huir, quería que parase. Cada imagen, cada palabra, cada sensación me apretaba y me dejaba sin aire.

El brazo izquierdo dolía como si estuviera roto a la vez que mil agujas lo atravesaban, mi muñeca derecha parecía haber sido envuelta en llamas, mi estómago pareciera querer salirse de mis entrañas; mi piel parecía sudar sangre; mi cuerpo, débil y sin fuerza recordaba la sensación de arrastrarse pidiendo ayuda. El sentimiento de la desesperanza, del horror, el anhelo y el arrepentimiento, todos se sucedían cual bucle en mi mente mientras imágenes de muerte y destrucción se grababan a fuego en mis retinas.

¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué ese pánico me paralizaba? ¿Por qué ese olor a podredumbre se colaba por mi nariz?

Era una pesadilla.

—Haz que pare.

—Entonces haz que todo cambie —resonó una voz en mi memoria.

Fue entonces cuando volví de nuevo.

Los gritos asustados se sucedían a mi alrededor pidiendo ayuda. El dolor que sentí hace unos momentos fue sustituido por otros infinitamente menores, como si de golpes recientes se tratasen, a la vez que mi brazo derecho ardía como si hubiera sido quemado. Ante aquello, me mordí el labio inferior con fuerza y abrí los ojos, descubriendo así un techo alto, decorado con varios estucados y pinturas que, junto con la lámpara de araña, le daban un aspecto refinado.

Conocía esos dibujos.

Los había visto miles de veces durante mi infancia, en mi casa. Parecía que había pasado una eternidad desde que vi esa imagen por última vez, en un tiempo mucho más relajado. Sin poder evitarlo, una lágrima descendió por mi rostro al sentir la nostalgia que me evocaba el techo del recibidor de la casa que daba acceso a aquella escalinata tan grande donde muchas veces me imaginé descendiendo como una princesa. Ah, eran tan buenos tiempos…

Notando un nuevo pinchazo en mi brazo, hice una mueca y me moví un poco para ver cuál era la causa de ese dolor, pero justo entonces varias caras se pusieron en mi rango de visión.

—Señorita, ¿se encuentra bien? —dijo una mujer vestida de doncella, en apariencia muy asustada y preocupada.

—¡No se mueva! ¡Tranquila!

—Dioses, ¡tiene que verla un médico! —gritó alguien.

—Eileen. ¡Eileen!

Confusa, desvié la mirada hacia aquella última voz, tan conocida y tan lejana al mismo tiempo.

—¿Madre? —susurré.

—Oh, Eileen, cariño —oí que respondía justo antes de sentir unas manos que me cogían y me abrazaban contra su pecho—. Leonhard…

—La llevaré rápido con el doctor. ¡Daos prisa y preparad un carruaje!

—¿Papá? —dije tras reconocer la voz, justo encima de mi cabeza.

—Tranquila, cariño, el médico te curará pronto. Tranquila, tranquila… —lo oí decir con cierto temblor en la voz mientras me apretaba un poco más hacia su pecho.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué todos se oían tan alterados? ¿Qué hacían mis padres tan cerca de mí? Hacía mucho tiempo que no nos veíamos… No desde que pasó todo aquello. Sentir el corazón desbocado de mi padre al apoyarme en su pecho me hizo sentir un poco feliz. Después de tanto tiempo, estaba tan cerca… Se preocupaba por mí. Otra pequeña lágrima descendió por mis mejillas, recordando el calor que había desaparecido. Pero, ¿por qué estaba tan preocupado? Otro pinchazo en el brazo me hizo moverme un poco, incómoda. Estaba herida. Sí, eso era. Pero no parecía tan importante… no dolía tanto. No como otras veces.

Un poco incómoda, giré la cabeza para ver qué se sucedía a mi alrededor mientras mi padre me llevaba en brazos. Y fue entonces cuando lo vi.

Arriba, en lo más alto de la escalinata, un niño de unos diez años nos miraba con los ojos muy abiertos con extremo terror. Pero no era la expresión de sus ojos lo que me hizo dolor en el pecho, sino su color, tan rojos, tan vívidos, exactamente iguales que una llama en movimiento. Unos ojos únicos y anormales que escondían un gran secreto. Unos ojos que conocía bien y fueron el comienzo de todo.

—Eirian… —lo llamé, antes de que se cerrase la puerta.

♦ ♦ ♦

—Todo está bien —dijo finalmente—. Estará unos días dolorida, pero mejorará sin problemas. Como mucho le quedará una pequeña cicatriz en el brazo.

El médico me dedicó una leve sonrisa de comprensión antes de seguir hablando con mis padres. Por mi parte, no presté atención a lo que estaban diciendo. Mi mente se había quedado en la casa, atrapada por esos ojos tan expresivos y que hacían temblar un poco a mi yo más temeroso.

Pero lo que más me hacía estar ausente, era lo que había pasado. Lo que había sentido, lo que había visto.

Nerviosa, apreté los puños hasta hincarme las uñas con fuerza, sintiendo el leve dolor en las palmas, recordando así que no estaba soñando. Todo era real. Igual que la herida de mi brazo y las contusiones en mi cuerpo, la mirada de ese niño asustado, las reacciones exaltadas de mis padres… todo era real.

Me llevé las manos a la cabeza, abrumada. ¿Qué estaba pasando?

—Eileen, ¿te encuentras bien? —preguntó entonces mi madre, que se había acercado a mí de repente—. ¿Te duele…?

Sin decir palabra, me limité a negar con la cabeza y a mirar una vez más el rostro de mi madre, una versión más joven que mis últimos recuerdos de ella. Hacía tanto tiempo que no la veía… y más aún… así.

Entonces haz que todo cambie —volvió a resonar en mi cabeza.

Un pequeño escalofrío recorrió mi espalda, que se veía tan frágil en esos momentos. Hacer que todo cambiara. Esos habían sido uno de los últimos recuerdos que tenía, unos recuerdos cargados de dolor, de miedo, de desesperación. Pero, con un leve toque de esperanza al final. La esperanza de alguien que lo había perdido todo.

La imagen de una ciudad en llamas repicó en mi memoria, acompañándose de una horrible sensación que mi cuerpo aún podía recordar. Sí… esa ciudad, de hecho, estaba muy cerca del lugar en el que me encontraba ahora. Sin embargo, todo se veía tan relajado…

Temblorosa, me levanté de la camilla en la que me habían sanado y, aprovechando que mis padres y el doctor volvían a enfrascarse en la conversación, me dirigí sin hacer ruido hasta el espejo de pared que había en la sala, mirando así el pequeño reflejo en éste.

Una niña, de menos de diez años, me miraba con asombro. Era una niña menuda, de piel muy pálida y facciones bastante dulces, de grandes ojos de un extraño color plateado. Un largo pelo cobrizo de bonitos y gruesos bucles, caía hasta su espalda. Su vestido azul ahora se veía sucio con la sangre derramada de su brazo derecho, que había sido curado y vendado.

Impresionada, alargué el brazo sano para tocar el reflejo del espejo, sintiendo que un nudo se apretaba en mi garganta.

Así que todo es cierto, pensé, sin poder apartar los ojos del rostro de la chiquilla. He vuelto.

—Eileen… —oí la voz de mi padre a mi espalda—. Volvemos a casa.

Asentí previo a girarme hacia mis padres, aún perdida en ese reflejo, y dejamos la clínica del doctor. Sin decir nada, padres e hija volvimos a nuestro carruaje, que nos esperaba en la entrada.

—No te preocupes por la herida, cariño —dijo mi madre, rompiendo el silencio—. Estoy segura que no se verá cuando se cure…

Fruncí un poco los labios y volví a asentir. Lo había dicho con buenas intenciones, pero sabía que ese deseo no se haría realidad. Quedaría cicatriz. Eso, era algo que ya sabía.

Como muchas otras cosas.

Que todo cambie, ¿eh? pensé mientras miraba con disimulo el vendaje.

Suspiré y me dejé caer más en el asiento, asimilando todo lo que estaba viviendo. Así que había funcionado. Había vuelto. No era un sueño.

Aún en shock, miré a mis padres, que discutían con evidente preocupación.

Sus caras se ven como entonces… pensé, recordando una escena idéntica tiempo atrás.

O más bien, casi idéntica.

Haz que todo cambie… volví a pensar, dejando escapar un pequeño suspiro.

Yo ya había vivido esto antes. Esa herida, esa discusión, esos ojos asustados… Podía ver esa escena en mi memoria, algo que ya viví, algo que ya sucedió. Algo que me definió… y condenó.

Mi nombre era Eileen Deerfort, y había vuelto al pasado.

O tal vez, había renacido. Y ese accidente había devuelto los recuerdos de mi vida pasada. Un accidente que, visto a posteriori, supuso un punto de inflexión en mi vida y para aquellos que me rodeaban.

Tragué saliva e intenté mantener la calma dentro de la tormenta de emociones y recuerdos que me acosaban. Sensaciones antiguas que se negaban a abandonarme desde que ese último golpe con las escaleras me hizo recuperar los recuerdos de mi vida pasada. Una vida de la que había conseguido huir… o más bien, que finalizó de la peor de las maneras posibles.

Las imágenes del terror se negaban a dejar mi mente, en un recuerdo vívido de mi situación final. La guerra, el hambre, la enfermedad, la muerte… Todo estaba condenado. Y entre todo ese sufrimiento estuve yo, una joven de veintidós años que vio cómo la vida que deseó poco a poco se transformó en una tortura constante. Al final, entre toda aquella penuria, no deseé más que la muerte y que las cosas hubieran sido diferentes. Que yo hubiera sido diferente. Había hecho tantas cosas mal, había sido tan injusta, tan prepotente, tan odiosa… Al final, supe que era lógico que nadie quisiera ayudarme. Al final, recibí lo que merecía.

En mis momentos finales, me había arrepentido tanto de mi pasado, de mis acciones, de las consecuencias de mi estupidez… ¿De verdad que esto no era un simple delirio de alguien que estaba cercana a la muerte? ¿Aquella conversación no fue la imaginación de alguien moribundo? Se ve tan real… No podía ser mi imaginación.

De verdad he vuelto a mi niñez, pensé mirando el rostro rejuvenecido de mis padres, que hablaban acaloradamente.

Tragué saliva, notando un leve escalofrío. Si de verdad estaba volviendo a vivir mi vida, sabía lo que significaba. La promesa.

—Haz que todo cambie.

Esas palabras, dichas por una voz tan poderosa y lejana en mis últimos minutos de vida eran una misión, una promesa a cambio de redimirme. No había sido devuelta aquí para disfrutar, sino para evitar una desgracia. Me encogí un poco sobre mí misma al pensar en ello. Sabía lo que pasaría.

Dentro de catorce años el reino será masacrado por la pobreza, la hambruna y la guerra. Una enfermedad mortal acabará con la mayor parte de la población mientras las ciudades arderán por la anarquía, las batallas y la desesperación. La naturaleza causará estragos y al final de todo, el Señor Oscuro, liberado de su cautiverio, se hará con todo.

Inconscientemente, mi cuerpo comenzó a temblar. Vi tantas cosas, sufrí tantas heridas, vi morir a tanta gente sin poder hacer nada… Hasta que al final llegó mi hora, sola, asustada, abandonada y desesperanzada.

No, no… No quiero volver a vivir eso, pensé, acumulándose el pánico de mi cuerpo.

—Eileen.

La voz de mis padres me devolvió presente. Sus rostros, preocupados, habían dejado de discutir al verme temblar. En un acto reflejo, salté a sus brazos, buscando la seguridad y el amor que me había faltado tiempo atrás.

—Eileen, tranquila. No va a…

—Estoy bien —dije, abrazándome un poco más a ellos—. Solo quería… un poco de calor.

Mis padres, callados, me devolvieron el abrazo. Hacía tanto tiempo que no sentía algo tan protector como aquello… Ese calor, ese amor, lo perdí hacía mucho tiempo. Y no fue más que mi culpa. Yo los alejé, yo rompí la estabilidad familiar, yo lo comencé todo.

Qué estúpida fui, pensé con rabia, recordando todo lo que pasó.

Cuando me separé de ellos, ambos se veían con tristeza y preocupación en el rostro. Debían estar pensando qué harán a partir de ahora. Y yo sabía por qué. Volví a mirar esa herida en mi brazo. El motivo de esa herida, ese fue el comienzo de todo. O más bien, mi actitud ante ello.

Cerré un momento los ojos, poniendo en orden mis pensamientos y emociones. Sí, había vuelto al pasado. Con la promesa de cambiar el futuro, de evitar que ocurrieran todas esas desgracias que acabarían con todo el mundo cuando llegase finalmente el Señor Oscuro. Y con ello, buscaría la forma de evitar que la vida de las personas a mi alrededor fuera desgraciada. Les debía una vida mejor a todos.

Puede que mis arrepentimientos me hicieran prometer algo estúpido al final de mi vida, reflexioné, pensando en todo lo que ello significaba.

Tragué saliva de nuevo, analizando la situación. Si había sido devuelta al pasado, sabiendo lo que sucedería en el futuro, y tenía que hacer todo lo posible para evitarlo. Pero para eso tendría que cambiar primero las banderas de destrucción que se agolparían sobre mí por mi actitud. Mi forma de actuar me llevaría al peor de los destinos si cometía los mismos errores. Yo solita arruiné la vida de muchas personas que, sumados a la desgracia general que se sobrevendría al país, me llevarían a arrepentirme demasiado tarde. Al final, solo pude odiarme a mí misma, lamentándome por todo…

Pero ahora podía cambiar. Tenía que cambiar. Y había recuperado los recuerdos en el momento clave. No podía dejar que se repitiese.

Tengo que comenzar ya. La primera bandera de destrucción se abalanzaría sobre mí ese mismo día si no hacía nada para cambiarlo. Miré a mis padres, que habían vuelto a hablar del tema que nos separaría como familia si no hacía nada y que sería el comienzo de la construcción de una personalidad odiosa que me llevaría a la desgracia más absoluta.

No dejaré que pase de nuevo, pensé con convicción, mientras unos ojos del color del fuego volvían a mi mente.

♦ ♦ ♦

Hubo cinco eventos que condicionarían mi vida para siempre.

El primero de ellos, fue mi hermano mayor, Eirian.

Tenía buenos recuerdos de ambos jugando juntos cuando éramos pequeños; nos llevábamos muy bien y yo siempre me apegaba a él todo lo que podía. Para mi yo más pequeña, mi hermano era la persona más importante de mi vida, siempre anhelando sus halagos, su sonrisa cálida, su afecto protector cada vez que me lastimaba… Para mí, era una figura muy importante y especial. Incluso, mucho tiempo después, admitía que era incluso posesiva. Era tan perfecto… que nadie podría estar a su altura.

Sin embargo, un día todo eso cambió.

Llegó un momento en que Eirian se volvió esquivo y reservado con todos los que se encontraban cerca de él. Dejó de relacionarse conmigo, intentaba estar en su habitación lo máximo posible, se encontraba más nervioso e irascible de lo normal… Recordaba haberlo perseguido muchas veces, intentando buscar la causa de ese cambio, pero no encontré ninguna respuesta o reacción por su parte. Durante ese tiempo, me sentí confundida, apenada y muy frustrada. Cada día, esos sentimientos turbulentos se fueron acumulando en mi interior, buscando el motivo del cambio, sintiéndome culpable por algo que podría haber hecho…

Un día, esa ansiedad y frustración llegaron a su cénit.

Fue en mi octavo cumpleaños cuando, cansada y dolida por su comportamiento, lo encaré y peleamos. Le eché en cara su conducta, le pregunté qué le había hecho, por qué parecía que me odiaba tanto… Nunca pensé que esas palabras serían su límite.

Eirian se desestabilizó y, antes de que me quisiera dar cuenta, varias bolas de fuego se propulsaron cual proyectiles alrededor, con la mala fortuna que una de ellas me rozó el brazo derecho y, asustada, retrocedí sin percatarme de las escaleras que tenía a mi espalda, precipitándome por ellas.

Recordaba el caos que se formó en ese momento, mis lágrimas asustadas, mis padres en pánico y los ojos de mi hermano, antes de un intenso color verde, se volvieron rojos anaranjados, del mismo color que el fuego.

Ese fue el día en que nuestra vida familiar se vino abajo, y solo muchos años después me pregunté si, tal vez, de haberme comportado de forma diferente, las cosas no hubieran sucedido de esa manera. Durante mucho tiempo eché la culpa a mi hermano y a mis padres, pero nunca pensé en la posibilidad de que yo fuera el eje central de la tormenta que se desataría después. Arruiné muchas cosas ese día de las que aún me arrepentía.

En mi vida pasada, dejé de ver a mi hermano como un ser humano para verlo como algo no lejos de un monstruo. ¿Por qué? Por el incidente con el fuego. Ese día, mi hermano perdió el control y nos desveló a todos el secreto que probablemente llevaba tiempo escondiendo: magia.

En nuestro mundo, existía una minoría de personas que eran capaces de controlar aspectos relacionados con los elementos de la naturaleza, entre otras cosas. Algunos podían controlar el agua, la tierra, la luz, el aire… A ellos se les dio el nombre de magos o brujos. De primeras podía parecer algo extraordinario y maravilloso, pero ese don tenía doble filo. Muchos de ellos no eran capaces de gestionar su poder, perdiendo el control y creando verdaderas catástrofes, por lo que poco a poco, la magia fue vista cada vez más como una maldición.

Sobre todo después de la Guerra Oscura, varios siglos atrás.

Debido a que había poca información sobre ella, muchos lo consideraban una leyenda más que un hecho real, pero se decía que hacía mucho tiempo hubo una guerra entre los humanos y los magos, donde uno de ellos, destacó entre todos los demás, sumiendo a todos en un estado de oscuridad, dolor, represión y muerte.

No se sabía muy bien cómo, pero un humano fue capaz de sobreponerse ante él y desbancar el poder maligno de la oscuridad, devolviendo así la paz al mundo y encerrando a ese ser. Nadie sabía los nombres del héroe o de su antagonista, pero la historia nombró a este último como el Señor Oscuro.

Después de eso, se sobrevino un tiempo de cambio, en el que la magia era repudiada y sus portadores, sometidos a una vida en las que no eran más que simples herramientas para sus dueños. Esa situación se continuaba hoy en día, por lo que cualquier persona que se descubría como mago, intentaba ocultarlo de todas las formas posibles, muchas veces sin éxito.

Eirian no fue una excepción, mostrando al final sus poderes de la peor manera posible. Desde entonces, temí y odié a mi hermano. Mis padres, superados por la situación, se alejaron de él y se volcaron en mí. Mi hermano abandonó nuestra casa contra su voluntad para aprender a manejar sus poderes, comenzando así su vida sin libertad en la Corte Real, que lo acogió más como un esclavo que como un aprendiz. En su brazo siempre vería desde entonces aquel brazalete extraño que mantenía sus poderes al mínimo, arrebatándole su fuerza vital para que no fuese una amenaza… Una herramienta fácil de usar. Eirian crecería en un ambiente hostil, alejado del amor que una vez tuvo, odiado por la hermana que adoraba, evitado por los padres que una vez respetó… Al final, se volvió una persona fría y distante pero lleno de rencor.

Con los años, pude ver que la vida de Eirian fue un infierno. Un infierno que comenzó por mi rechazo. Él, al igual que yo, jamás pudo olvidar el comienzo de todo, el motivo de su cautiverio, el fin de su felicidad. Yo lo odié sin darle ninguna oportunidad, y él no pudo perdonarme por ello. De eso fui muy consciente cuando todo comenzó a venirse abajo.

No podría olvidar su risa psicópata, el dolor que sus heridas me provocaron, el miedo que sentí al ver dirigir su rabia contra mí, la satisfacción de su mirada ante mis lágrimas… Y la culpa en mi interior cuando me cercioré de su pasado, de su dolor…

Y ahora, ese día de mi infancia se repetía.

Con tristeza, miré mi brazo herido y volví a recordar los aterrados y culpables ojos de mi hermano. Hace años, no fui capaz de ver esa expresión asustada, ahora me fue muy fácil reconocerla. Mi hermano se veía tan arrepentido, tan asustado…

¿Cómo pude simplemente odiarlo por un accidente? Por algo que escapó a su control. Estaba segura de que él nunca quiso herirme, más bien todo lo contrario.

Fui lo peor… Y arrastré a mis padres en esto…

Como dije, no fui la única que cambió su actitud con respecto a Eirian. Mis padres también. Pareciese que desde ese día solo tuvieran una hija; se dejaron llevar por el dolor, la culpa y la ignorancia. Se volcaron en mí, consintiéndome todo, demasiado. Probablemente, junto con mi propia actitud, ese fue el detonante que ayudó a formar a una chica que se creía que estaba por encima de todos. Una personalidad egoísta, infantil, cruel y estúpida… Alguien a quien te gustaría tener lejos.

Todo a causa de este día.

Y tenía que solucionarlo lo más pronto posible. Si este fue el pilar por el que todo empezó a desmoronarse sin darme cuenta, era el que tenía que sostener con más ímpetu. Tenía que salvar a mi familia. Tenía que evitar que nos volviésemos como en el futuro. Se lo debía a todos. Y a él… por esa vida de miseria al que lo condené, tenía que conseguir que esta vez Eirian fuera feliz.

Porque mi miedo y odio a los magos nunca estuvo justificado. Eso lo aprendí demasiado tarde también.

—No sé qué haremos… —escuché decir a mi madre, al borde de las lágrimas, devolviéndome a la realidad presente.

Me mordí el labio y comencé a darle vueltas en mi cabeza. Si tenía que salvar a nuestra familia, tenía que empezar a moverme ya. Ante todo, tenía que evitar que Eirian fuese tratado como alguien externo, tenía que mantenerlo en casa. No podía permitir que mis padres lo alejasen, pero, siendo que la sociedad tenía verdadero reparo con los magos, para una familia como la nuestra, que constituía la casa ducal más importante del reino, tener un mago en la familia era… ¿deshonroso?

Entonces tengo que empezar cambiando ese pensamiento, me decidí.

Era bastante plausible que mis padres estuvieran demasiado cohibidos por la situación para pensar qué era lo mejor, y, si me dejaba guiar por lo que pasó en mi vida anterior, mi actitud sería muy relevante. Entonces solo tenía que convencerlos.

—Papá, mamá… —hablé finalmente.

—¿Qué pasa, cielo? ¿Te duele algo? —preguntó mi padre con cierta ansiedad.

—No —mentí. Dolía, pero era un mal mucho menor a lo que podría haber sentido en otras ocasiones—. Eirian… ¿estará bien? —pregunté con mi voz infantil, intentando sonar lo más triste posible—. Él… se veía muy preocupado cuando nos fuimos. Y… asustado.

—Eirian… —Mis padres se miraron, probablemente buscando la respuesta adecuada—. No lo sé. —Acabó contestando mi padre.

—Quiero verlo —les pedí.

—No, no —respondió mi madre, alterada—. Eirian ahora no… Sería peligroso. Podría volver…

—Él no me hizo esto porque quiso —la interrumpí—. Fue mi culpa. Lo presioné demasiado.

—Eileen, no creo que comprendas…

—Eirian es un mago. Lo sé —interrumpí de nuevo—. Una niña también sabe lo que significa —les sonreí con tristeza—. Y sé que tiene que estar muy asustado ahora… Dejadme verlo, por favor.

—Eileen, podría hacerte daño de nuevo —dijo mi padre—. No sabemos cuánto poder tiene. Podría…

—Iré de todos modos —sentencié—. Podéis acompañarme o no, pero iré de todas formas. Y si me encerráis en mi cuarto, me las arreglaré para hacer lo que quiero.

Mis padres me miraron con asombro, como si no reconocieran a la niña que tenían delante. Estaba segura de que no era una imagen de una niña de ocho años normal que había sido atacada por un mago hacía un momento. Y en verdad, no lo era.

Cuando paró el carruaje, rápidamente salí sin esperar su permiso y me dirigí al interior de la mansión que era nuestra casa. Ignorando a todos los sirvientes que intentaban hablarme, eché a correr hacia la habitación de Eirian, donde esperaba estuviese encerrado, seguramente, sin querer ver a nadie.

Cuando estuve en la puerta, y con el corazón en un puño, llamé.

—Eirian, soy yo, Eileen. Quiero entrar.

No obtuve respuesta.

—¿Eirian? —Volví a llamar, esta vez intentando abrir yo misma, pero algo estaba tapándola—. Eirian, abre la puerta —pedí, golpeando de nuevo.

—¡Vete! —oí desde dentro—. No vengas.

—¡No voy a irme! —exclamé—. Déjame entrar.

—¡No! ¡No quiero que me veas! Yo podría…

—No vas a hacerme nada —lo interrumpí—. Y no ha pasado nada. El brazo…

—¡No! Lo vi, sé lo que hice. Te volveré a hacer daño. Yo soy…

—Eirian, abre la puerta. —Golpeé—. Déjame juzgar por mí misma.

—No.

Este niño… Noté que mi humor empezaba a malograrse por momentos. ¿Por qué era tan cabezota? ¿No veía que quería ayudarle? ¿No veía que así podrían acabar las cosas mal para todos?

—¡Abre la puerta! —grité, golpeando con más fuerza—. Abre la puerta o ser un mago será el último de tus problemas —exclamé en un momento de rabia.

Seguí golpeando, pero no obtuve respuesta esta vez. Frustrada, continué llamando pero no me hacía caso. Al final, varias personas, incluidos mis padres comenzaron a llegar por los pasillos, atraídos por mis quejas y golpes.

—Eirian por favor… —dije tras un rato, no sabiendo qué hacer para que abriese la puerta—. Estoy bien. No fue nada… Fue mi culpa. Nunca debí presionarte tanto. Sé que no me odias, y yo a ti tampoco… Por favor, abre la puerta. No me alejes. No me apartes de tu lado de nuevo… —supliqué, consumida por la culpa del pasado, por la vista del Eirian fuera de mi vida, por querer cambiar el destino.

Me quedé ahí, esperando, impotente y sin saber qué debería hacer para que me abriese su corazón. Sentía las lágrimas apoderarse de mí cuando, tras un sonido interior, la puerta se abrió.

A mis ojos apareció un niño, más alto que yo y con los ojos irritados de haber estado llorando. Su pelo rubio dorado como el sol estaba desaliñado y su cara sumida en la culpa. Sus ojos, de un fuego intenso, me miraron.

Dejando unas lágrimas caer, me lancé a sus brazos y comencé a llorar.

—Lo siento, Eirian, lo siento, lo siento —me disculpé por el niño que tenía delante, y por el hombre de mi vida pasada. Por la vida que arruiné y aquella que quería salvar.

El niño, sorprendido ante aquella reacción, se quedó rígido al principio, pero luego me devolvió el abrazo y enterró su rostro en mi pelo.

—Te hice daño. Lo siento, Eileen…

—Fue mi culpa —le dije—. No sabía qué estaba pasando. Sé que lo hiciste sin querer. Perdona por decir cosas tan feas…

—No, yo… Lo…

—No pidas perdón —lo interrumpí entre lágrimas—. No tienes la culpa.

—Yo… no quería que me odiases. —Noté que sus lágrimas caían en mi pelo—. No quería sentirme así…

—No te odio —le dije, poniendo todo mi corazón en esas palabras, palabras que sentía no haber dicho mucho antes.

—No quiero irme —confesó. No explicó sus motivos, pero sabía a qué se refería. Era sabido que los magos acababan en instituciones para formarse o para ser vendidos.

—No te irás. No lo permitiré. No quiero que me dejes —contesté, dejando caer aún más lágrimas.

No sabía cuánto tiempo nos mantuvimos así, llorando y abrazándonos; él dejando correr sus sentimientos ocultos, sus miedos e inseguridades; yo anegada por la culpa, el alivio y la felicidad de saber que había recuperado algo que no sabía que había perdido. No fui consciente hasta ese abrazo que había echado mucho de menos esos días de su calor y su amor. Fui tan estúpida en el pasado… Esta vez, no dejaría que eso sucediese.

Cuando finalmente nos apartamos y fuimos conscientes de nuestro alrededor, vimos a varias personas del servicio y a nuestros padres que, también llenos de lágrimas, nos habían observado en silencio. Limpiándome los ojos, agarré una mano de Eirian y lo conduje hasta mis padres.

—Somos una familia —les dije—. Tenemos que estar unidos.

Mi madre volvió a derramar más lágrimas y nos abrazó a ambos, haciendo que Eirian llorase más y comenzase a disculparse de nuevo. Cautelosa, desvié la mirada hacia mi padre, que nos observaba con una leve sonrisa de tranquilidad y alivio, pero sobre todo, con ojos llenos de amor. Fue entonces cuando supe que lo había conseguido.

Los cambios de mi vida, habían comenzado a moverse.

9 respuestas a «La Alegoría del Alma – Capítulo 1: Renacimiento»

  1. Se me estrujó el corazón cuando abrió la puerta y se vio en sus ojitos que estaba llorando. Es sólo un baby que se siente culpable por haber herido a su hermana. Los padres tienen esa anotada en contra, AMBOS SON SUS HIJOS, JUM. Pero bueno, me ha encantado el inicio. Un buen cambio de corazón. No pensé que el de los ojos rojos fuese el hermano, a menos qué, nuestro prota también sea un mago de fuego. MMMM, ya me pusiste a pensar.

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