Escrito por AruFerrari
Asesorado por Maru
Editado por Sharon
Siempre pensé que todos estábamos destinados a irnos de este pueblo, pero ahora estoy volviendo.
En medio del divorcio es más fácil estar en el único sitio que sentí como un hogar. Con sus fastuosos árboles a lo largo de la ruta, sus casitas rurales y caminos embarrados por una llovizna reciente, en este lugar todo se ve igual pero más viejo. Prefiero esto a algún hotelucho donde quién sabe qué habràn presenciado sus paredes.
Si la felicidad de un pueblo es inversamente proporcional a la seguridad de sus casas, este debe ser un pueblo muy feliz. Las ventanas no tienen rejas y las veredas se unen a las propiedades intercambiando baldosas y jardineras.
Mi madre dejó la puerta abierta.
Cuando le avisé por teléfono que iría, ella me dijo que tenía planeado ir al centro de jubilados a jugar bingo y bailar chamamé, volverìa tarde.
Mi madre baila, se divierte, yo hago horas extras. Es por eso que ella es viuda y yo me estoy divorciando.
Entré a la casa. Todo es igual, excepto el televisor que ahora tiene 50 pulgadas.
Pasé por la habitación de Amelia, mi hermana. En su cuarto no había cama. Y estaba lleno de cajas. Mi habitación estaba igual que antes, solo que más limpia.
Viendo su cuarto, recordé de repente que ella solía tener pesadillas de niños.
Eran recurrentes, al menos eso recuerdo. En mi pueblo se hablaba de duendes, brujas y fantasmas. Y dentro de eso llegamos a encasillar su problema.
Jamás me enteré de que se trataban esos sueños que hacían que mi hermana gritará por las noches.
Como muchas cosas en casa, eso era “cosas de mujeres”, por lo cual mi madre se encargaba de restarle importancia o pedirme que vuelva a mi cama si los gritos me despertaban después de la medianoche.
Recuerdo a Amelia de joven, una chica amable y tímida con conflictos con su cuerpo por su sobrepeso. Siempre la veía leyendo novelas rosas o revistas para adolescentes. Comiendo cosas diferentes que nosotros. Yo sabía que vomitaba a escondidas.
En una oportunidad leí una de sus novelas. Hermanas gemelas altas y rubias pertenecen a un club que humilla a una chica gorda por su apariencia. Una de las gemelas era ‘buena’ y se indigna por ello. Luego de una serie de humillaciones, la chica gorda se va de la escuela a pesar de los esfuerzos de la gemela ‘buena’. Como una sátira a Montecristo, nos enteramos que en su ausencia hace ejercicio y dieta. Vuelve a la escuela flaca y por ello más linda. Gana el concurso de belleza humillando con esto a la gemela ‘mala’ y su malvado club. La gemela ‘buena’ ahora es amiga de la ex chica gorda y termina la historia.
Una basura.
Cuando mi hermana se casó se fue del pueblo, tuvo hijos y no volvieron las pesadillas.
Me dormí pensando en eso.
♦ ♦ ♦
Estaba en mi oficina trabajando hasta tarde. Tenía llamadas perdidas de mi mujer, ya que guardé el celular en el cajón para no atenderlas.
La chica gorda comía sin ganas una ensalada a mi lado. Sudaba.
—Sé que se ve insulsa pero es sana. A veces tenemos que hacer cosas que no nos gustan. Yo como esto para verme mejor. Tu trabajas de más para obtener más dinero, a ella le gusta el dinero ¿no?.
La miro de reojo pero no le contesto, sigo tecleando algo. Ella se levanta.
—Esa es la vida, un esfuerzo constante por conseguir cosas hasta que se termina. Tienen que valorarnos por ello.
No digo nada. La luz se va de repente, y ella agarra mi brazo.
—Ven conmigo, quiero mostrarte algo. Está helado por allá —me dice con su cara muy cerca a la mía. Su aliento huele a tierra mojada.
—No puedo, tengo que terminar esto —le digo alejando su mano, la cual está mojada por el sudor.
Ella se enoja y tira de mis manos muy fuerte con sus manos sudadas. Me tira al piso.
Me despierto siendo tironeado por algo desde la ventana. Está oscuro y no puedo discernir su silueta.
Hago esfuerzo por soltarme pero no puedo moverme. Estoy paralizado. Intento gritar y sale un sonido hueco de mi garganta.
La silueta se aclara y veo que es la cortina. Afuera llovía y la ventana está cerrada.
Ya puedo moverme, mis brazos siempre estuvieron dentro de las sabanas. Húmedas por mi propio sudor.
Voy a la habitación de mi madre.
—Ma, ¿estás dormida?
Me acerco a la cama.
—Creo que tuve una pesadilla. ¿Te acordas que Amelia tenía pesadillas? Me pregunto qué era lo que soñaba.
Mi madre no contesta. Prendo su velador, me siento a su lado y tomo su mano.
Ya no respira.
Y está helada.